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Desobediencia civil

By Christy Stevens

Translator: César Peña Sandoval, Andreina Velasco

Illustrator: Christiane Grauert

Los estudiantes invadieron mi coche. Al apagar el motor, oí sus voces animadas, cargadas y llenas de ira. Bajé la ventanilla del coche y les pedí que dieran un paso atrás para poder salir. Todos hablaron al mismo tiempo:

“¡Robbie va a ir a la cárcel si no haces algo!”
“¡Ella acusó a todos en el salón de clases!”
“No hemos hecho nada malo.”
“¡Esa maestra sustituta es una perra!”
“¡Hicimos exactamente lo que tú nos dijiste que hiciéramos!”
“¡Jessie lloró!”
“¡Estábamos practicando la desobediencia civil –exáctamente como tú nos enseñaste!”

Levanté la mano. Cuando finalmente tuve su atención, les dije: “Vamos a mi salón y me pueden decir lo que pasó –uno a la vez. Voy a leer el informe de la maestra sustituta y vamos a ver que hacer”.

Los estudiantes que habían rodeado mi coche y me estaban siguiendo hasta mi salón estaban matriculados en una escuela secundaria alternativa. Sus edades oscilaban entre quince y veintiún años. Los maestros que los habían remitido a esta escuela los consideraban en situación de riesgo. Yo los consideraba valientes. Algunos de mis estudiantes, en sólo dieciséis años de vida, habían enfrentado retos y dificultades que yo nunca enfrentaría. Para algunos, la escuela era más segura que sus hogares y vecindarios. Para otros, la escuela era el lugar donde podían comer una comida entera y ser recibidos calurosamente por un adulto cada día. Otros aprendían a criar a sus hijos. Todos recibían consejería, servicios sociales y atención médica.

El día anterior había asistido a un taller. Para prepararnos, mis estudiantes y yo habíamos hecho un plan para que pudieran ser exitosos en mi ausencia. Mi expectativa era que se comportaran de la mejor manera mientras yo no estuviera. También esperaba que fueran buenos con la maestra sustituta y la trataran como me tratarían a mí –con respeto. La última vez que estuve ausente, mis alumnos habían dejado al maestro sustituto exhausto. Le habían dicho que yo les dejaba tocar sus propios discos en clase –lo cual era cierto. Desgraciadamente, fallaron en decir que los discos con palabras groseras no estaban permitidos. La clase estaba escuchando al comediante Andrew Dice Clay decir groserías cuando el director de la escuela entró al salón. El sustituto no fue permitido regresar a la escuela jamás y el reproductor de discos se quedó en silencio durante varias semanas.

Incluso para una escuela alternativa, esta clase era diversa. Cuando vi la lista por primera vez, me pregunté a mí misma: “¿Puedo crear una comunidad con este grupo?”. La clase tenía estudiantes que sabían moverse en las calles y que poseían “el aguante” para sobrevivir. Las mismas características que los permitían navegar su mundo hostil también los convertían en un desafío para enseñar. Y entonces mi trabajo se hizo aún más complejo al incorporarse a la clase un grupo de chicas llamadas “Las chicas de la iglesia” [“The Church Ladies”].

Las “Chicas de la iglesia” siempre estaban juntas. Siempre entraban a clase juntas, se sentaban juntas y se iban juntas. Aunque tenían 17 o 18 años, a menudo llevaban vestidos estampados de flores con cuellos de encaje, haciéndolas lucir más como abuelas que como adolescentes. Era obvio, tanto para el personal como los estudiantes, que las chicas eran emocionalmente frágiles. Por ejemplo, Jenny entró en pánico el día en que se rascó un lunar en la cara y le comenzó a sangrar. Era su lunar favorito y tenía miedo de que se le cayera. Cuando a Carly le daba ansiedad algo, se escarbaba y rascaba los brazos con las uñas hasta sangrar. Ruthie no hacía contacto visual con nadie.

En mi salón, sus compañeros de clase demostraban consideración y amabilidad hacia las chicas diariamente. En una clase donde los estudiantes no tenían asientos asignados, las chicas siempre llegaban y encontraban sus tres asientos favoritos desocupados. Esto ocurría incluso cuando eran las últimas en llegar.

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