Cómo acoger a los estudiantes y familias en proceso de asilo

By Juan P. Córdova

Translator: Andreina Velasco

Illustrator: Adolfo Valle

Las visitas al hogar son una práctica fundamental de mi labor como docente comunitario. Sin embargo, este año tuve una experiencia completamente diferente.

Este año, todas las familias de los 15 estudiantes en mi aula bilingüe de cuarto y quinto grado habían dejado sus hogares y viajado miles de millas a través del Tapón del Darién (un tramo de selva traicionero de 60 millas entre Colombia y Panamá), América Central, y México. Se habían encontrado con las patrullas fronterizas en Texas y el gobernador de ese estado, Greg Abbott, las había trasladado en un autobús a la ciudad de Nueva York como peones de su juego político. Fue indignante ver el poder y la disfunción de nuestro sistema político sobre la vida de los estudiantes y sus familias. La cobertura mediática de los “migrantes transportados en autobús” ahora parece rutinaria, ya que más de 18,000 personas han sido trasladadas por todo el país como parte de una saga política. ¿Cuáles son las historias de estos individuos y sus familias? ¿Quiénes son los “migrantes”? ¿De dónde vienen? ¿Cómo eran sus vidas antes de cruzar la frontera? ¿Qué esperanzas y sueños tienen?

Los educadores por la justicia social a menudo hablamos de desarrollar nuestro plan de estudios sobre la base de las vidas de nuestros estudiantes. Puede sonar fácil y directo. Pero nunca lo es. Y este año, especialmente dados los desafíos de trabajar con jóvenes que continúan viviendo traumas y turbulencias, los esfuerzos por aprender sobre ellos, sus familias y sus “hogares” representaron un reto que me llevó a ser más creativo y flexible que nunca antes en mi carrera.

Cuando supe que sería el maestro bilingüe de un grupo de estudiantes de cuarto y quinto grado que acababan de llegar a Nueva York, sentí emoción, ansiedad y preocupación sobre cómo darles la bienvenida a ellos y sus familias después del viaje tan angustioso que habían tenido. Como maestro, estuve decidido a encontrar mejores formas de enseñar y acogerlos que lo que mis padres y yo habíamos vivido en mi primer día de quinto grado.

Aunque tuve el privilegio de llegar con un permiso de residente a este país, también había emigrado a los Estados Unidos desde América Latina. Mi madre nos trajo a mi hermano y a mí a Nueva York desde Ecuador en busca de un “mejor futuro”. Recuerdo a mis primos preguntándome si me quería ir, si iba a extrañar a mis abuelos y cuándo iba a volver. No sabía cómo responderles. La decisión de dejar a mi familia y lo que conocía como mi hogar no fue mía. Tuve que dejar atrás a mi abuelo peinándome antes de caminar a la escuela, los partidos de fútbol con mis amigos al salir de clases, el pan recién horneado para el cafecito de la tarde, y sobre todo, el cariño de mis tías y primos. Llegamos una noche de primavera al aeropuerto JFK, la humedad y los olores de la ciudad eran abrumadores, incómodos, sofocantes, ruidosos, extraños. Aunque sentí la alegría de la comunidad que nos acogió, me sentí perdido.

Me preguntaba qué sentían mis nuevos alumnos, qué pensaban. Sentí una necesidad urgente de conocerlos, sus familias y sus historias. Cuando les di la bienvenida al salón de clases, decidí reforzar mi práctica de visitas al hogar.

Pero me di cuenta de que necesitaba cambiar la forma en que hacía las visitas, incluso el lenguaje que usaba para describirlas. Elegí la frase “conexión familiar” porque la idea de visitar los hogares de los estudiantes no parecía tener sentido. Apenas se estaban familiarizando con sus habitaciones de hotel, las comidas rancias, las aceras ruidosas y sucias, el ajetreo de Manhattan. Todo era nuevo, incierto, y se sentía injusto pedirles que propusieran un espacio para llamar hogar. Mientras tanto, la familia es lo que todavía tenían, lo que les permitió seguir adelante en su viaje y en lo que creían y podían confiar.

También me di cuenta de que necesitaba cambiar el lugar donde nos íbamos a reunir y el proceso de agendar las visitas. Las familias de mis alumnos estaban viviendo en la habitación de hotel que les habían asignado. Así que este año me ofrecí a reunirme con ellas en el albergue, en un parque cercano o en la escuela. Su albergue de emergencia estaba ubicado en un hotel en el centro del bullicio de Manhattan, a pocas cuadras de Times Square, al que mis estudiantes llamaron “las pantallas”. En el albergue había agentes de seguridad con un estricto sistema de entrada y salida y un trabajador de servicios sociales.

Envié una carta de bienvenida a casa con mi número de teléfono y conversé con las familias cuando recogían a sus hijos de la escuela, preguntándoles si podíamos encontrar una hora y un lugar para “una conexión familiar”. Dado que la mayoría no tenía teléfonos celulares ni correos electrónicos, y muchos hacían lo posible para buscar trabajo, programar visitas médicas, navegar el sistema de citas de inmigración y ubicaciones para todo, traté de hacer lo posible por simplificar el proceso de las visitas y ofrecer las opciones más sencillas posibles.

Mientras me preparaba para conocer a las familias, me puse a reflexionar sobre cómo las historias de mis alumnos podrían parecerse a la mía. Cuando mi madre y yo llegamos a la escuela en mi primer día de 5to grado, vimos a Pedro Rodríguez y ella le preguntó: “¿Hablas español?”. Él asintió, así que ella le pidió que me cuidara ese día. Cuando ella se fue, la expresión del rostro de Pedro lucía tan confundida como la mía. Todos se movían tan rápido, había cientos de niños y se escuchaban miles de palabras que yo no entendía. Pedro me llevó a conocer a nuestra maestra, la Sra. Cohen, que enseñó en inglés todo el día. Me sentía perdido, avergonzado y desesperado por volver a Cuenca con mis abuelos, tías y primos; ¡Quería escapar! Me pasaron de una persona a otra en un mar de inglés, señales con las manos y miradas. Estaba seguro de que no quería que mis alumnos tuvieran la misma experiencia. Iba a hacer lo posible para que ellos se sintieran entendidos, representados, y con el poder de tomar decisiones sobre su aprendizaje.

Decidí comenzar cada conexión familiar compartiendo mi propia experiencia como inmigrante y mi valor por el respeto, la colaboración, la responsabilidad y el amor por la familia, lo que me permite crear una comunidad de cuidado y apoyo dentro y fuera del salón de clases. Comunicarles estos valores a las familias es parte de establecer una relación de trabajo en equipo con los padres para apoyar mejor a los estudiantes. Gentilmente, solicito la confianza de los padres, ya que juntos iniciaremos el trayecto de enseñanza y aprendizaje de sus hijos. Les pedí a los padres y a los niños que compartieran sus objetivos de aprendizaje para el año escolar y luego orienté la conversación hacia su viaje a este país, preguntando: “¿Quiere contarme un poquito de su viaje, de su travesía?”. Esta pregunta fue una invitación al desahogo. Darles a las familias la oportunidad de contar su viaje sin prejuicios ni interrupciones pareció generar confianza y comprensión entre nosotros. Mi pregunta usualmente era seguida por un suspiro o una respiración profunda, un cambio de expresión y un relato.

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Un sábado hice cinco visitas al albergue. En un rincón del comedor, coloqué una mesa y sillas para reunirme con las familias entre el ruido de otros residentes que hacían fila para desayunar y almorzar.

Iván se sentó con su madre, su hermana menor y su padre; habían emigrado de Colombia. Compartí un poco sobre mi propia llegada a la edad de Iván, aunque a diferencia de él, no tuve que dormir en el desierto ni soportar el trato de los agentes de ICE. Entonces les pregunté sobre su travesía. La mamá de Iván, Pamela, respiró hondo y compartió la historia de su familia cuando se vio obligada a abandonar su hogar. Había tenido éxito como empresaria y las pandillas locales se dieron cuenta y arruinaron su negocio dos veces. El viaje se planeó durante varios meses, ahorrando dinero, vendiendo los bienes y despidiéndose. Todos compartieron lo duro que fue para ellos cuando llegaron a la frontera de Texas. Iván habló sobre el frío que sintió durmiendo en el desierto. Caminaron durante días. Eventualmente decidió que se entregarían a la patrulla fronteriza y los llamó con el teléfono celular que llevaba. Le pregunté a Pamela sobre los sueños y esperanzas que tenía para Iván. “Yo quiero que él aproveche y que aprenda, que haga lo mejor por superarse.” Salí de nuestra visita con un profundo deseo de crear un espacio para las experiencias de los estudiantes y su viaje a este país en mis lecciones.

En otra conexión familiar que hice en el patio de la escuela, me reuní con David, el papá de mis alumnos William (cuarto grado) y Wendy (quinto grado). La directora me acompañó durante la conversación; esta fue la primera vez que un director aceptó una invitación a una de mis actividades de participación familiar. Después de compartir un poco sobre mi viaje a Nueva York cuando tenía la edad de Wendy, les pedí a mis alumnos que compartieran un poco sobre ellos mismos y lo que disfrutaban en la escuela. William dijo: “A mí me gusta estar en la clase y aprender con mis compañeros”. Cuando le pedí a David que compartiera sobre sí mismo, incluido su viaje de travesía, sacó su teléfono y ojeó las imágenes, ansioso por compartirlas con mi directora: “Mire. Aquí estamos en la selva, con otras familias”. Añadió con una sonrisa resplandeciente: “Mire. Todos juntos, en familia todo el camino, siempre juntos.” Las imágenes mostraban a varias personas caminando en el barro, con aspecto cansado, sentadas o caminando en la selva. Le pregunté a la directora si tenía preguntas para él. “¿Qué podemos hacer por usted y su familia?” ella preguntó. “¿Qué necesitaría que podamos proporcionar además de la enseñanza?”. David compartió: “Yo estoy buscando trabajo, profesor, nosotros venimos no a ser una carga para nadie, venimos a trabajar y ganarnos nuestro puesto aquí”. Traduje para la directora y luego nos sentamos sin una respuesta satisfactoria; prometimos preguntar por ahí.

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A medida que avanzaba el año escolar, mi clase de 15 se asentó gradualmente en las rutinas de aprendizaje. Tuvimos reuniones matutinas para compartir nuestras emociones y acontecimientos, que evolucionaron desde saludos hasta compartir vivencias y un círculo de gratitud y afirmaciones. Leí el libro de Pam Muñoz Ryan Esperanza Rising (Esperanza renace) en voz alta, como una forma de conectar el plan de estudios con las experiencias recientes de los estudiantes. Ambientado en la década de 1930 en México y el sur de California, Esperanza, la hija de 13 años del rico propietario de un rancho, y su madre, deciden a regañadientes escapar de Aguascalientes después de la muerte de su padre. Su viaje de cruzar la frontera sin documentos y luego restablecer sus vidas desde la pobreza parece proporcionar conexiones profundas para muchos de mis estudiantes.

Aunque la historia de Esperanza es de un trasfondo cultural y en un período de tiempo diferente, comparte una serie de detalles que validaron a mis alumnos. Esperanza y su madre se ven obligadas a salir de México y llegar a California sin nada. Ella tiene que rehacer su identidad, aprender inglés, establecer una nueva familia, mientras aún extraña a su abuela al otro lado de la frontera. El viaje de Esperanza también fue traicionero, ya que escapó escondiéndose entre las tablas del piso de una carreta para llegar al tren y hacer un viaje incómodo, caluroso y polvoriento hacia la frontera de los EE. UU. Los estudiantes dibujaron cronologías emocionales del viaje de Esperanza. Compartimos cómo podríamos solidarizarnos con Esperanza, Miguel y la añorada abuelita. Los estudiantes suplicaban: “Ay, profe, nos lee un poquito más, por favor”, mientras cerraba el libro por el día.

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Celebramos las vacaciones de invierno con pizza y regalos de miembros de la comunidad. Cuando regresamos de nuestro descanso, me enteré de que recibiría a 17 estudiantes más en proceso de asilo y de habla hispana de América Latina y que ahora estaría enseñando a estudiantes bilingües de tercero, cuarto y quinto grado. Llegaron de dos a tres a la vez en las dos primeras semanas de enero. Al principio, los estudiantes se alegraron al recibir más amigos pero finalmente sintieron la tensión en nuestro salón de clases. Nuestras rutinas fueron interrumpidas y las relaciones que habían desarrollado entre ellos tuvieron que ser reestructuradas. Fue un momento desafiante. Cada grupo creó acuerdos de grupo de mesa, revisamos nuestro acuerdo comunitario y jugamos juegos de nombres para conocernos.

               Eventualmente, decidí incorporar la nueva dinámica de nuestra comunidad en mi plan de estudios. Durante una unidad de escritura que desarrollé, los estudiantes aprendieron unos de otros a través de entrevistas y escribieron una breve noticia sobre sus compañeros de clase. Formé parejas con la intención de unir a estudiantes establecidos y nuevos para compartir: ¿De dónde vienes? ¿Quién es alguien importante en tu vida? ¿Qué es lo más difícil que has hecho? ¿Cuál fue un momento feliz en tu vida?

               Mientras caminaba en el salón, escuché conversaciones conmovedoras sobre fiestas de cumpleaños y cómo aprender a andar en bicicleta. Hubo historias de extrañar Venezuela y viajes por la selva: “Yo me demoré 13 días”. “Era difícil dormir en la noche con todos los ruidos en la selva”. Los estudiantes se escuchaban unos a otros y se brindaban consuelo entre ellos; parecían entenderse de una manera especial. Esta unidad creó un espacio para que los estudiantes compartieran las historias de sus viajes y sus vidas antes de cruzar la frontera.

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Mis visitas de conexión familiar también cambiaron con este nuevo grupo de estudiantes. Escuchar a los niños compartir en el aula me ayudó a ver cuán ricas eran sus vidas antes de convertirse en “migrantes”. Seguía preguntando ampliamente a los padres sobre sus experiencias, pero ahora también me enfocaba en lo que habían hecho sus hijos antes de llegar. También dejé más tiempo para que los padres contaran historias e invité a mis alumnos a compartir sus sueños para el año escolar. Traté de estar abierto a escuchar lo que quisieran compartir, sin importar el tema.

Una tarde me senté en la mesa redonda de mi salón de clases con mis alumnos Mario (tercer grado) y Elena (quinto grado), y sus papás Yadira y Gregorio. Empecé dándoles la bienvenida y haciendo tiempo para compartir conmigo y aprender sobre ellos, y luego dije: “Quiero aprender un poquito de cada uno de ustedes. ¿Qué es algo importante que quieren que yo sepa?”. Yadira compartió lo difícil que había sido llegar a la ciudad de Nueva York, a través de la selva. Ella tenía esperanza en el futuro de sus hijos, deseaba desesperadamente que aprendieran inglés y les fuera bien. También ella compartió sus temores de que Elena vaya al sexto grado. Las lágrimas siguieron sus esperanzas y preocupaciones. Elena compartió cuánto extrañaba a su familia en Ecuador. Luego compartió su sueño de crecer y convertirse en bailarina profesional. Ella lloró justo después, recordando su escuela de ballet en Ecuador. Qué marcado contraste con las imágenes de los medios de comunicación de niños con mantas de aluminio en la frontera y familias corriendo solo con su ropa y una bolsa. Elena tenía una vida radiante antes de cruzar la selva.

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Cada año, las visitas a casa me regalan momentos que dan forma a mi año de enseñanza y aprendizaje. Escucho atentamente y llevo las historias conmigo para guiarme en la selección de lecturas en voz alta, temas de escritura y, especialmente, formas de unir y fundamentar el plan de estudios en las vidas de los estudiantes, para hacer que el aprendizaje sea real y relevante para mis estudiantes y sus familias. Me asombró cómo las dificultades y la valentía de experiencias recientes parecían formar estudiantes entusiastas y curiosos. “Nuestro Acuerdo” de la clase ahora incluye el concepto de escucharnos unos a otros y aceptarnos con compasión.

Este año tuve el humilde honor de enseñar en español, mi primer idioma. Y ha sido un tremendo desafío presentarme todos los días para enseñar, traducir e interpretar el idioma y la cultura a mis alumnos y sus familias. Simultáneamente responder y hacer conexiones para los adultos de habla inglesa que nos rodean, trajo innumerables malentendidos y conexiones perdidas. Enseñar en un salón de clases designado como “bilingüe de transición” significaba que el objetivo final del programa era tender un puente hacia el inglés. Pero para mí, era mucho más que solo enseñar inglés. Fue proteger la riqueza cultural y el bienestar de mis alumnos y sus familias. Fue un año de centrar nuestras raíces latinoamericanas, idioma, formas de ser, alimentos, historias, familias, viajes de inmigrantes y sueños. Enfocar el plan de estudios en el idioma y la cultura de los estudiantes nos dio una base compartida para hablar sobre otros temas: la historia de los Estados Unidos, los pueblos indígenas, la historia afroamericana, las matemáticas, la salud social y emocional, etc.

A medida que algunos estudiantes y sus familias se muden a otras comunidades y pasen a aulas de habla inglesa, espero que sus maestros centren su humanidad, protejan y honren sus idiomas nativos y continúen estableciendo relaciones y construyendo una comunidad. Como comunidad aprendiendo juntos podemos crecer para sanarnos unos a otros.

Juan P. Córdova (él/él, jcordova09@ gmail.com) es un maestro de escuela primaria mestizo latinx que recientemente se mudó a la ciudad de Nueva York después de enseñar en Seattle durante siete años. Escribió “Mi primer año como profesor de color” en la edición de invierno de 2018–19 de Rethinking Schools.

Andreina Velasco (konjuntos@gmail.com) es una inmigrante venezolana y educadora bilingüe que vive en Portland, Oregon. Para realizar esta traducción colaboró con su madre, Luz Astrid Cañete, también docente e inmigrante. Actualmente, Andreina trabaja apoyando y formando educadores de color y bilingües.

 Encuentre el trabajo del ilustrador Adolfo Valle en adolfovallestudios.com.